Los anteojos de Tata Dios...

Mi homenaje, en este título, a un querido monje benedictino: Mamerto Menapace.
El título es el de un cuento maravilloso que él escribiera, y que les recomiendo, por poseer una gran moraleja.
Pero en el caso de este post, tiene una intención distinta. Tiene la intención de tratar de ver las maravillas del mundo que nos rodea desde una mirada lo más semejante a la que Él tiene.
Y en mi caso, este pedacito de mundo del que ahora formamos parte.
Y entonces, como intención declarada en este tiempo, me dedico a la contemplación. No a la contemplación de la vida del claustro. Pero sí a la contemplación.
Pensándolo mejor, algo de relación tiene con la vida de monasterio. Hace años atrás, tuve una experiencia maravillosa. Los monjes trapenses de Azul decidieron, como celebración del Jubileo, abrir su casa a chicas y muchachos de Buenos Aires, para mostrarles su modo de vida, a compartir unos días de sus vidas.
Cada uno de esos hombres tenía algo que enseñarme. Y hubo uno, que era de lo más discreto, que casi no cruzó palabra con nosotros, que un día nos llevó a recorrer el campo del monasterio, y que en el medio de nuestro camino por metros y metros de pastito, se detuvo "en la nada" para juntar florcitas silvestres que se perdían entre ese pasto. Esa es una forma sencilla y contundente de contemplación que me quedó grabada, a la que yo no creía que pudiera llegar nunca. Hoy pienso que si bien es difícil lograrla en la vida de familia, en la vida mundana, no hay que dejar de intentarlo. Y así estoy, en este lugar del mundo, tratando de contemplar.
Una de las primeras experiencias al intentarlo fue justamente, mirar por la ventana mientras despertaba, la otra mañana, a los chicos. En mi antiguo hogar, la persiana de su cuarto estaba generalmente cerrada al despertarlos, dado que daba a la parte interna del edificio, que no tenía nada que maravillara mi vista. Pero desde esta ventana, se ve la ruta que rodea este lugar. En realidad, no categoriza como ruta, sino que es un camino no muy populoso. Lo curioso, llamativo e interesante, fue mirar un poco más allá "con ganas". Ahí descubrí que enfrente hay una granja. Y que la granja de enfrente, la que está justo cruzando la ruta, estaba llena de vacas. Bueno, "llena", lo que se dice "llena", no, no es la llanura pampeana, pero habrá veinte de ellas, al menos. Enfrente de casa... 
No sé si lo sabían, pero Wisconsin es un estado ganadero. Se llama a sí mismo "America´s dairyland". Y me resulta una humorada de Tata Dios, haber soñado en su eternidad que nosotros nos mudemos, aunque sea por un tiempito, frente a las vacas.
Y la vaca, que además de ser un invento maravilloso de por sí (da leche, dulce de leche, manteca, crema, helado, quesos, asado y cuero, entre otras cosas) en el caso de las vacas en cuestión, me han ayudado a animar las idas y regresos de la escuela, donde las saludamos, vemos qué andan haciendo y nos alientan a separar la cabeza de la almohada.
Siempre tuve la certeza de que la inmensidad del amor de Dios tiene esas cosas: soñar desde siempre algunos lugares, sabiendo que tal o cual de sus hijos va a pasar en tal momento por ahí y entonces, les deja una pincelada para ellos.
Eso le decía años atrás, frente a una costa de Colonia, Uruguay, a mi compañero de camino. Sólo que en ese momento no lo entendió. Que Tata Dios soñó ese atardecer en ese lugar, con el ruido del río en la costa, con los olores y colores, sabiendo que un día nosotros íbamos a estar ahí.  
Y con esa misma sensación, días atrás, me decía, sorprendido, que yo miraba los lugares por los que estábamos pasando como si no los conociera. Y luego comprendió: es que sí, los miraba de manera nueva, y entonces, eran nuevos lugares en mi camino. Y cuando me dice estas cosas, me doy cuenta cuán complementarios somos. Cuánto nos enriquece el caminar juntos. 

Este lugar tiene casas antiguas, de madera envuelta en enamoradas del muro. Tiene autopistas que atraviesan ríos y algunos de los grandes lagos. Que pueden pasar inadvertidos si sólo sos añoranza y no contemplación. Entonces, lector, te propongo que en ese lugar por el que pasaste una, dos o cien veces, abras los ojos a la contemplación. Para encontrar la florcita silvestre que se esconde entre el pasto sencillo. Para encontrar las vacas amigas, que te saludan desde la granja de enfrente. Para encontrar, de a poco, en este camino, la pincelada amorosa de Tata Dios, para sus hijos de allá que ahora están por aquí, buscando su voluntad en las pequeñas cosas. Porque es como decía "otra" contemplativa. La santidad no está en hacer grandes cosas. Está en hacer grandes las cosas pequeñas. Una mirada a la vez.

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